En la capital venezolana puedes vivir mejor, sí
dejas a un lado el tema económico, te abalanzas en los espacios libres que
quedan y saboreas lo que tengas para comer. Sí olvidas por instantes el dinero
que seguramente necesitas para sustituir el par de zapatos con suela desgastada, o las divisas que no tienes y requerirías sí decidieras ir a cenar con la familia, puedes crear momentos de calidad mientras avanzas en la ardua
tarea de supervivencia nacional.
Una plaza de la capital es buen lugar para probar estar, ser y hacer; lo he hecho durante una visita extendida a la ciudad. La plaza Don
Bosco en Altamira ha servido para tal experimento, tiene lo necesario para distraerse,
descansar, trabajar, ejercitarse, alimentarse y curarse; allí, en ese lugar
público, la mayoría coincide alrededor de una comida, el desayuno, una merienda
o el único alimento del día.
Faltaba poco más de una hora para el mediodía, mi
hija ansiosa veía el tobogán en la distancia, yo, en cambio, sorprendido estaba
por una feria móvil de alimentos que formaban al menos veinte impecables camiones
de comida alrededor de otra plaza vecina.
Caminamos hasta un banco vacío, cinco niños
jugaban sobre los desgastados aparatos del pequeño parque en el centro de la plazuela,
sus familiares descansaban, acompañándolos a la redonda; otros, ajenos
a los infantes como una señora con cara de María, permanecía sentada con su carga, un perolero. Ella miraba a la nada, degustaba
una de las naranjas que obtuvo de un saco propio, el cual reposaba sobre un carrito de
compras cargado con trastes.
Desde el medio de esta ágora en esta época, se observa una iglesia, una panadería, otra
plaza, una clínica y un kiosco, ubicándose todos alrededor, cubriendo los puntos
cardinales. En el sitio, los niños corretean entre risas ocultas bajo tapabocas.
Los adultos se protegen también con el bozal que amenaza permanecer como prenda
de vestir por más tiempo.
Más allá, cerca de la panadería donde algunos comensales degustan cachitos, pastelitos con malta o café; en unos aparatos metálicos amarillos, mujeres y hombres llegan graneados, turnándose para ejercitarse. Desde allí, con entusiasmo repiten sus rutinas buscando fortalecer el sistema inmune y evitar engrosar, la cifra de enfermos por coronavirus con un contagio más, colmando centros asistenciales públicos y privados, como el que divisan desde su lugar de entrenamiento.
Sentados dando la espalda a la clínica, está una
familia. La madre, el abuelo y el nieto, presumo. El niño es pequeño, lo
acompañan mientras sube los peldaños hasta el tobogán, desciende y al llegar al suelo, se arrastra
por la tierra. La mamá en el ínterin, desempaca varios potes plásticos y los pone a su lado.
Comodidad donde sea. 📷por @sapl42 |
María terminó de comer la naranja. Mudó sus
cachivaches a otro asiento cercano que está vació y con mejor sombra. Acomoda
todos sus artículos, asegura el saco con frutas a una mano de distancia,
pone su carrito de almohada, se acuesta y parece dormirse. Nada le molesta, ni
los niños jugando a escasos metros, ni siquiera uno que pasa muy cerca y con
frecuencia en bicicleta, los pájaros le arrullan.
Simultáneamente, en distintos puntos de esta plaza,
van apareciendo y pronto aglomerándose como abejas en panal, los repartidores de distintas aplicaciones de pedidos de comida a domicilio, que han minado la ciudad al ritmo que la divisa estadounidense se normaliza como principal método de pago. A la
espera de un llamado que les permita ganar entre uno y tres dólares, dependiendo
de la zona de entrega; estos mandaderos se distraen jugando cartas, otros
simplemente se recuestan, dejando los morrales de carga con forma cúbica, de colores: verdes, rojos y
naranjas sobre el piso.
Diversión asegurada. 📷 por @sapl42 |
El dependiente que vende los libros hasta por tres dólares, tarifa que varía según el acuerdo con el propietario del texto, a veces sirve de brújula ciudadana. Varias veces al día, desconocidos se detienen a preguntar por la calidad, precios y más de los servicios de salud, que ofrecen las damas salesianas en el sótano de la iglesia Don Bosco.
Por allá, en las gastronetas se empiezan a ver posibles comensales que merodean, guiados por los olores a puerco frito, pollo rostizado, carne a la parrilla, entre otras delicias de la comida callejera. Cada exhibición de la feria itinerante humea sobre las modernas pantallas luminosas donde se exhiben los menús. Raciones de churros a cinco dólares, hamburguesas, pepitos y shawarmas de al menos diez dólares son las módicas opciones.
Esperar, almorzar y descansar. 📷 @sapl42 |
Pocos repartidores han recibido pedidos. Esos que sí, guindan su morral en la espalda y se preparan para abordar sus motos, mirando el teléfono donde tienen la orden. Ahora que tengo hambre, intento convencer a mi hija de cambiar la libertad que da la naturaleza por las cuatro paredes del apartamento, allá se hará la comida para silenciar al estómago, quién ha estado haciendo llamados en crujidos.
Por Simón Peraza Lazarde
@sapl42
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