Criterio Nuestro es el blog personal de Simón Adrián Peraza Lazarde. Un poco de mucho donde participan colaboradores escribiendo opinión, investigación y demás géneros periodísticos o literarios.

sábado, 4 de diciembre de 2021

El Toro está en Caracas

En diciembre 2020 organizaba un viaje a Caracas para realizar algunos trámites personales. La pandemia no cedía aún, pero debía trasladarme. Llegó el 2021 con la obligación de tomar vuelo rumbo a Maiquetía, aterrizando le avisaría: "Toro voy a Caracas, nos vemos”, así ocurrió.

Juan Carlos Millán un ñero viviendo en Caracas, se mudó con veintipocos a esa ciudad. Sin miedo, cambió la vista al cerro Matasiete que aún ofrece el patio de Petra Carmen, por otra con dirección al cerro El Ávila. Siempre creímos que lo hizo por una novia, pero con ella no se quedó. El tiempo demostró que era un citadino nacido en una isla. Bastante le fastidiamos con ese tema en cada retorno decembrino a Margarita.

Mi viaje a Caracas coincidiría con el reciente nacimiento de Juan Diego, el hijo de Juan Carlos, por eso, días antes estuve indeciso buscando un obsequio útil para JD.

Allá en Caracas, Juan Carlos mostraba su gentilicio insular cada vez que podía. Vestía de verde guaiquerí y cada tanto volvía a la isla dejando de ser Millán el del trabajo; para ser El Toro, hijo de Callita, Claritza Millán; primo de Miguel y Alejandro; sobrino de Meña.

Todo ese tiempo en Caracas y hasta el 2021, Juan Carlos estuvo prestando servicio para una misma empresa, ascendiendo desde posiciones administrativas básicas, pasando por otras con mayor responsabilidad y cientos de trabajadores bajo su cargo en nueve estados del país, resolviendo conflictos laborales y dirigiendo negociaciones.

- ¿Toro realmente merece la pena tanto esfuerzo y estrés?, le pregunté en septiembre de 2021.

- “Me ascendieron Saimon, estoy haciendo unos curso en el IESA para asumir una gerencia, tendré más trabajo de oficina y menos viajes, una oportunidad de crecimiento personal y monetaria que me dará más tiempo libre para estar en casa”.

El regalo que llevaba para JD me preocupaba no entregarlo a tiempo, las imágenes del recién nacido publicadas por Juan y Yei en sus redes, mostraban a unos padres orgullosos con un niño robusto. Por eso, pronto le dije: "Toro nos vemos hoy, no quiero que se pierda el regalo de tu hijo, ese muchacho es muy grande”.

Con Juan Carlos viviendo en Caracas, no compartimos muchas más veces en una cancha de baloncesto como en la infancia y adolescencia; aquella época de jugar, tomar agua y volver a jugar. "Cuando vengas vamos a una liga candela aquí", se planificó en la distancia varias veces, pero en cada visita allá o cada retorno a la isla, no se dio. 

No le gustaba jugar en el puesto 5, ni de poste. Molestaba a todos eso porque no aprovechaba el metro ochenta, "altura suficiente" para esas labores. Prefería ser un puesto tres, lanzando de media y larga distancia. Justo en esos días antes del viaje a la capital, le compartí un vídeo donde un piloto va en quiebre rápido y antes de marcar el doble paso, abre las piernas y pasa el balón atrás, allí entra un compañero que recibe y sorprende anotando con facilidad. Me respondió: 

- ¿Cuántas veces hicimos esa jugada?

El día que mi hija y yo fuimos a conocer a JD, me buscó en Los Cortijos. Como siempre que nos encontrábamos, no podía evitar preguntarle: ¿Me vas a traer de vuelta?, no me vayas a enviar en metro como aquella vez a las 10:00 p.m.

- “Si eres sapo, ya vienes con el cuento ese", respondió.

Ese día preparó una parrilla en casa, sonaba salsa de fondo, salsa del repertorio de Juan Carlos el citadino, escuchaba mucho el género. Recuerdo que preguntó si cargaría a JD, pero me negué por tema pandemia. Ese día quedó registrado porque tomó una foto: "Vamos a tomarnos un selfie Maní".

El origen de su sobrenombre Toro tiene que ver con la semejanza de su llanto cuando era él pequeño, al mugido de una vaca, becerro o ternero; pero Juan Carlos era grande y parecía molesto al llorar, entonces mejor decirle El Toro desde temprano y evitar inconvenientes en el futuro. Por eso, en Palosano y toda la isla, sigue siendo más conocido por su apodo.

Juan Diego también es un toro. En agosto, JD se cayó y golpeo su cabeza, estuvieron haciendo exámenes varios y seguimiento con doctores. En esos días Juan Carlos me escribió con intenciones de desahogarse: “Essito mi bebé. El dolor más grande que he sentido en mi vida. Me duele lo que a él le duele. Quiero que todo me duela a mí y no a él”.

Juan Carlos quería que viajara a Caracas en Octubre para el bautizo de Juan Diego. Me quería de padrino de JD y aunque no podría estar en la ceremonia, le dije:

“Igual seré su tío. ¿Quién crees qué le enseñará a jugar básquet? Yo mijo, tu muy bien no juegas y no marcas a nadie”, le dije en tono de broma.

"Me ladilla los que se van", me dijo El Toro en otra ocasión cuando le manifesté mi intención de moverme del país, asumió él, que era la falta de trabajo la razón de mi expresión y continuaba la frase con: "me gustaría darle trabajos a todos para que no se fueran".

Ahora cuando vuelva a Caracas le diré: - Tenías razón, que ladilla los que se van, pero carajo Toro. El alma de quienes nos quedamos, la jode más el que no regresa. 


Para mi hermano El Toro Juan Carlos Millán † 2 de octubre de 2021




sábado, 8 de mayo de 2021

Caracas desde una plaza

 

En la capital venezolana puedes vivir mejor, sí dejas a un lado el tema económico, te abalanzas en los espacios libres que quedan y saboreas lo que tengas para comer. Sí olvidas por instantes el dinero que seguramente necesitas para sustituir el par de zapatos con suela desgastada, o las divisas que no tienes y requerirías sí decidieras ir a cenar con la familia, puedes crear momentos de calidad mientras avanzas en la ardua tarea de supervivencia nacional.

Una plaza de la capital es buen lugar para probar estar, ser y hacer; lo he hecho durante una visita extendida a la ciudad. La plaza Don Bosco en Altamira ha servido para tal experimento, tiene lo necesario para distraerse, descansar, trabajar, ejercitarse, alimentarse y curarse; allí, en ese lugar público, la mayoría coincide alrededor de una comida, el desayuno, una merienda o el único alimento del día.

Faltaba poco más de una hora para el mediodía, mi hija ansiosa veía el tobogán en la distancia, yo, en cambio, sorprendido estaba por una feria móvil de alimentos que formaban al menos veinte impecables camiones de comida alrededor de otra plaza vecina.

Caminamos hasta un banco vacío, cinco niños jugaban sobre los desgastados aparatos del pequeño parque en el centro de la plazuela, sus familiares descansaban, acompañándolos a la redonda; otros, ajenos a los infantes como una señora con cara de María, permanecía sentada con su carga, un perolero.  Ella miraba a la nada, degustaba una de las naranjas que obtuvo de un saco propio, el cual reposaba sobre un carrito de compras cargado con trastes.      

Desde el medio de esta ágora en esta época, se observa una iglesia, una panadería, otra plaza, una clínica y un kiosco, ubicándose todos alrededor, cubriendo los puntos cardinales. En el sitio, los niños corretean entre risas ocultas bajo tapabocas. Los adultos se protegen también con el bozal que amenaza permanecer como prenda de vestir por más tiempo.

Más allá, cerca de la panadería donde algunos comensales degustan cachitos, pastelitos con malta o café;  en unos aparatos metálicos amarillos, mujeres y hombres llegan graneados, turnándose para ejercitarse. Desde allí, con entusiasmo repiten sus rutinas buscando fortalecer el sistema inmune y evitar engrosar, la cifra de enfermos por coronavirus con un contagio más, colmando centros asistenciales públicos y privados, como el que divisan desde su lugar de entrenamiento.

Sentados dando la espalda a la clínica, está una familia. La madre, el abuelo y el nieto, presumo. El niño es pequeño, lo acompañan mientras sube los peldaños hasta el tobogán, desciende y al llegar al suelo, se arrastra por la tierra. La mamá en el ínterin, desempaca varios potes plásticos y los pone a su lado.

Comodidad donde sea. 📷por @sapl42
Los camiones de comida en la feria contigua aún no son visitados, el personal activo y con premura: ordena, limpia y prepara cada espacio para lo que parece un hecho inminente. Por el movimiento y el ahínco, podría intuirse llegará un tsunami de hambrientos.

María terminó de comer la naranja. Mudó sus cachivaches a otro asiento cercano que está vació y con mejor sombra. Acomoda todos sus artículos, asegura el saco con frutas a una mano de distancia, pone su carrito de almohada, se acuesta y parece dormirse. Nada le molesta, ni los niños jugando a escasos metros, ni siquiera uno que pasa muy cerca y con frecuencia en bicicleta, los pájaros le arrullan. 

Simultáneamente, en distintos puntos de esta plaza, van apareciendo y pronto aglomerándose como abejas en panal, los repartidores de distintas aplicaciones de pedidos de comida a domicilio, que han minado la ciudad al ritmo que la divisa estadounidense se normaliza como principal método de pago. A la espera de un llamado que les permita ganar entre uno y tres dólares, dependiendo de la zona de entrega; estos mandaderos se distraen jugando cartas, otros simplemente se recuestan, dejando los morrales de carga con forma cúbica, de colores: verdes, rojos y naranjas sobre el piso.

Diversión asegurada. 📷 por @sapl42
Al kiosco de la esquina llegan conocidos y ajenos. Libros o artículos usados dejan a consignación en aquel lugar donde solían vender periódicos. Quién atiende el negocio, no sabe de literatura, ni se preocupa por conocer las historias. Lo delata su ignorancia al leer, no distingue la silaba tónica en los nombres de los títulos y autores de las obras disponibles.

El dependiente que vende los libros hasta por tres dólares, tarifa que varía según el acuerdo con el propietario del texto, a veces sirve de brújula ciudadana. Varias veces al día, desconocidos se detienen a preguntar por la calidad, precios y más de los servicios de salud, que ofrecen las damas salesianas en el sótano de la iglesia Don Bosco.

Por allá, en las gastronetas se empiezan a ver posibles comensales que merodean, guiados por  los olores a puerco frito, pollo rostizado, carne a la parrilla, entre otras delicias de la comida callejera. Cada exhibición de la feria itinerante humea sobre las modernas pantallas luminosas donde se exhiben los menús. Raciones de churros a cinco dólares, hamburguesas, pepitos y shawarmas de al menos diez dólares son las módicas opciones.

Esperar, almorzar y descansar. 📷 @sapl42
La hora del almuerzo ha empezado para algunos. El niño y su abuelo, se alejan de la rueda y el subibaja para acompañar a la madre, que ya dividió la sopa en tres raciones, lo mismo hizo con un litro de jugo de pera. A un banco aledaño han llegado tres jóvenes con su entrenador desde El Ávila. Cada uno saca de sus bolsos una vianda con mucho arroz y algo más. 

Pocos repartidores han recibido pedidos. Esos que sí, guindan su morral en la espalda y se preparan para abordar sus motos, mirando el teléfono donde tienen la orden. Ahora que tengo hambre, intento convencer a mi hija de cambiar la libertad que da la naturaleza por las cuatro paredes del apartamento, allá se hará la comida para silenciar al estómago, quién ha estado haciendo llamados en crujidos. 


Por Simón Peraza Lazarde
@sapl42

domingo, 28 de febrero de 2021

La distancia social termina en el avión

En enero de 2021, cuando autorizaron de nuevo los despegues de aeronaves, diez meses habían transcurrido desde la suspensión de vuelos comerciales entre ciudades venezolanas, decisión motivada por la COVID-19. Cuarentenas “radicales”, flexibles, subidas y bajadas de ánimo, acompañaron la medida de cierre total ordenada por quienes controlan el desorden nacional hasta tanto.

Casi un año estuvo restringida la movilización con algunas excepciones que requerían, salvoconductos, pruebas, esfuerzos o contactos para poder llegar hasta otra localidad, razones suficientes para preferir después de pensarlo tantas veces, no salir de Margarita, no viajar a Caracas aún, esperando que el virus con sus incógnitas, estuviese controlado o al menos se garantizaran medidas de bioseguridad. 

En cada intento de viaje tenía presente a la Academia de Ciencias. Desde su primer informe sobre la pandemia en mayo 2020, en el que  decidí creer porque daban datos, razones y justificaciones que se extrañan de las instituciones en el país— expresaron preocupación por el virus y su posible comportamiento, fundado en las pocas cifras oficiales publicadas y la experiencia internacional. Se pronosticaban, mil casos diarios dentro de pocos meses.

El día antes de surcar el cielo desde Porlamar a Maiquetía, seis fueron las mascarillas que compré en total para mi hija y para mí. Sumé también dos potes con gel antibacterial al 70% de alcohol que no reseca la piel, se leía en la etiqueta del envase. Con eso, podría abordar sin problema, había leído durante el encierro que se requería para subir al avión, iba preparado.

Tras la imposibilidad viajar con los dos boletos con retorno, adquiridos con La Venezolana por cuarenta verdes antes de la pandemia; empecé a hacer maromas tecnológicas y económicas durante una de las primeras semanas decretadas flexibles. Conseguí comprar con Estelar por los mismos cuarenta, pero ahora sería el precio por persona y solo ida.

Hora de viajar, tenía los boletos y la tranquilidad que me había dado la campaña de seguridad y distanciamiento social a ritmo de Jerusalema, que las autoridades aeroportuarias junto a las líneas aéreas demostraron con coreografías en redes sociales. Me calmaba también pensar, que algunos asientos estarían libres.

La impresora tuvo tinta, luego de múltiples improperios contra ella, por su negativa a reproducir los tiquetes. Los imprimí previendo alguna controversia previa al embarque del día siguiente.

En letras pequeñas, allí donde nadie lee, como en los contratos de uso de aplicaciones para móviles, decía: “Los pasajeros deben estar en el aeropuerto con tres horas de anticipación”, una más de lo normal, no me pareció mal. La situación sanitaria extraordinaria lo requería, menos aglomeraciones, un  protocolo riguroso, reflexioné.

Afuera del aeropuerto una cola nos esperaba, la despedida acostumbrada con mi madre justo antes de abordar no ocurrió, cambió por un breve abrazo y un beso con tapabocas. Allí nos quedamos mi hija y yo, en una línea con gente ansiosa, maletas apiladas a lo largo, escasa comunicación, más cubre bocas bien y mal puestos. 

La señora de  cabello color tintes varios era una, llevaba la nariz al aire pero la barbilla protegida. Ella cargaba un poodle blanco en sus brazos. La detallé porque mi hija preguntó dónde viajaría el perro, le dije: "con las maletas en su jaula".

Justo tres horas antes estábamos en esa cola para ingresar al aeropuerto, media hora pasó para autorizar el ingreso, caminamos hasta el acceso donde nos midieron la temperatura y nos impregnaron con gel las manos. El termómetro marcó 35 grados centígrados cuando lo pusieron en mi brazo, en el de mi hija también, sonreí y me alegré. No teníamos fiebre, quizás otra cosa sí, esa temperatura no era normal.

No había mucha gente en las instalaciones, pocas tiendas abiertas y en el baño presumo no había agua, la escasez ha sido regla por años allí. Por eso, llevé a mi hija al baño en casa antes de salir y le administré la ingesta de líquido durante el trayecto, que continuaba en el aeródromo Santiago Mariño que sirve al estado Nueva Esparta.

Desde el mostrador de la aerolínea, la fila fue más larga, la misma gente de la entrada, ahora se separó un metro, era el espacio entre calcomanías pegadas al piso, indicando donde pararse. Una chica alta con uniforme de la aerolínea, bañaba con alcohol las manos de los pasajeros, inferí con su mirada, único rasgo del rostro visible que era guapa. Mientras mi hija estrujaba sus manos con el líquido, un grupo detrás en la cola reía con entusiasmo, no logré entender el chiste.

No necesité los pasajes impresos, mi cédula y la partida de nacimiento de mi hija fue suficiente. Indiqué que teníamos dos maletas de equipaje, una negra y otra azul, cada una con un lazo naranja, ninguna superaba los veinte kilos, la noche anterior había cargado con una mano una maleta y con la otra  a mi hija, método a falta de un peso.

En la sala de espera las pocas personas que llegaban se iban sentando con un asiento de por medio. Hice lo mismo y aproveché conectar mi teléfono al único tomacorriente que funcionaba entre seis disponibles.

De regreso a mi lugar eran menos los espacios vacíos. El jocoso grupo de la fila para obtener los tiquetes de abordaje siguió riendo, el chiste tenía relación con los 35 grados centígrados que marcó a cada uno el termómetro.

Nadie en la sala de espera intercambiaba palabras, la separación se cumplía, el distanciamiento social era un éxito, cada persona con su smartphone estuvo en su mundo. Un hombre envió mensajes de textos desde un perolito, dos chicas con caminar de modelo se retrataron para Instagram, una señora tecleo informando su hora de llegada por Whatsapp y un niño batalló en un móvil algún juego contemporáneo.  

Uso del móvil para el distanciamiento. 📷Por @sapl42

Al momento del embarque, caminamos con libertad hasta la escalera que permite entrar al avión. Sin la burbuja tecnológica creada por el teléfono y el apuro que te empuja al abordar el avión, la cercanía entre personas y las voces hombro a hombro acabaron con el silencio. Amuñuñados nos movíamos para encontrar los asientos 

Permiso, cuidado, ponga su equipaje allí, mi asiento es el 8D. Póngase el tapabocas dijo una tripulante de vuelo a la señora del poodle que respondió: "no lo uso porque estoy sofocada", así ganó otros minutos sin usar la prenda.

Sentados, ajusté nuestros cinturones mientras cada hilera se iba llenando. Para suerte nuestra quedaba un espacio libre de los tres. Tomé el teléfono, decidí registrar visual y textualmente el bululú. Una foto vertical junto con un texto que debí cambiar mientras lo escribía porque el asiento a mi izquierda se ocupó. Le envié a mi madre lo siguiente:

“El avión va repleto y llevo a un gordo al lado que me quita medio puesto. Parece un autobús. No hay posibilidades de estar distantes”.

En cincuenta minutos llegaríamos al destino, el piloto anunciaba la bitácora, la aeromoza informaba a los pasajeros el deber de apagar los aparatos electrónicos, el aire acondicionado empezaba a enfriar y un anciano dos filas delante de la nuestra, estornudaba la cantidad exacta de muchas veces, tantas como miradas cruzadas entre pasajeros preocupados.

Una dama y su marido en los asientos inmediatos al longevo aspersor de fluidos, intentaban sin éxito, huir arrimándose hasta la ventana próxima, entre tanto la mujer desesperada con una de sus manos bañaba y con la otra untaba a su esposo con el alcohol del spray.

“Papá el perro no va con las maletas, míralo”. Mi hija contenta se entretiene viendo al poodle que viaja con su dueña. Me pregunté desde cuándo viajaban los perros en cabina.

Las aeromozas no aparecieron más hasta el final del trayecto, no hubo refrigerios y el desembarque en el destino fue rápido. Por “medidas de seguridad” al bajar del avión y antes de retirar el equipaje, debimos esperar sentados por más de cuarenta minutos, en ese tiempo las maletas eran bañadas, ordenadas y dispuestas por el personal de la aerolínea para su recolección. 

Durante el tiempo de espera para marcharnos cada quien con sus cachachás, olvidamos el virus y con teléfono en mano volvimos al distanciamiento.


Por Simón Peraza Lazarde
@sapl42

sábado, 2 de enero de 2021

Año nuevo

El nuevo año sí sirve. Sirve para seguir viviendo, empezando otra época con energía renovada y más ánimo. Esa celebración funciona desde hace añales así, las personas abren un ciclo tras cerrar otro. Justo con el cañonazo empiezan a vislumbrarse oportunidades para cumplir propósitos. La mente logra con ese ritual de pureza,  resetear y dar un aire novedoso al portador, olvidando todo suceso y hecho negativo vivido. 

El veinte veintiuno según los que saben y también los que aprendieron a surfear la ola veinte veinte, es decir, a caer y pararse, recibir un golpe y  esperar que el otro sea menos fuerte, será una invitación de asistencia obligatoria a continuar el difícil rumbo impuesto desde antes, en el dos mil diecinueve y que dejó más de 80 millones de enfermos por coronavirus y casi dos millones de muertes globales, cifra oficializada en las estadísticas de Google al cierre del recién finalizado calendario.

Foto de Waldemar Brandt

Vaya usted a saber quiénes decidieron que un laboratorio chino esparciera un virus de muerte, lo que sí sabemos es que en ese mismo país asiático, el murciélago grande de herradura china (Rhinolophus ferrumequinum) y otros pequeños mamíferos como: las civetas (Paguma larvata) y perros mapaches (Nyctereutes procynoides), todos fuentes del mismísimo virus, son parte de la dieta de un porcentaje considerable de la población que acude a mercados de animales vivos, para satisfacer hambre y extraños gustos. Corresponde entonces seguir lidiando con eso y más, la distancia social, las vacunas de distintas procedencias, unas con más y otras con menos porcentaje de efectividad; y una nueva cepa del virus que obtuvo ciudadanía británica.

Sin importar las cargas que deja el año viejo, los que superaron el reto 2020, pudieron resetear la testa y para este nuevo circuito de 365 días, han iniciado según las costumbres nacionales, sin alterar el tradicional feliz año a todo el que se atraviesa hasta finales de enero y más allá, esta vez en modo cuarentena, cumpliendo con la normativa sanitaria, sin abrazos ni besos, resaltando el sentido común. Ante todo, de lejitos.

Así hemos hecho el primero de enero en nuestra comunidad, lejos aún de mercados con animales exóticos. Aquí hemos aprovechado el primer corte de luz 2021, cargados con la buena y  poderosa energía, para darnos el feliz año mientras nos preguntamos, si aquella cesta navideña que recaudamos a solicitud del personal de la estatal eléctrica del turno del 29 de diciembre, entregada luego de esa jornada de 9 horas sin servicio, será recordada aún y vendrán nuevamente -con su premura característica- pero sin cargo adicional, en esa sonora camioneta Toyota Land Cruiser de color marrón con cauchos lisos que sigue rodando, para reconectar el servicio una vez más y seguir con este año nuevo que se parece tanto al anterior.

Por Simón Peraza Lazarde
@sapl42