sábado, 4 de diciembre de 2021
El Toro está en Caracas
sábado, 8 de mayo de 2021
Caracas desde una plaza
En la capital venezolana puedes vivir mejor, sí
dejas a un lado el tema económico, te abalanzas en los espacios libres que
quedan y saboreas lo que tengas para comer. Sí olvidas por instantes el dinero
que seguramente necesitas para sustituir el par de zapatos con suela desgastada, o las divisas que no tienes y requerirías sí decidieras ir a cenar con la familia, puedes crear momentos de calidad mientras avanzas en la ardua
tarea de supervivencia nacional.
Una plaza de la capital es buen lugar para probar estar, ser y hacer; lo he hecho durante una visita extendida a la ciudad. La plaza Don
Bosco en Altamira ha servido para tal experimento, tiene lo necesario para distraerse,
descansar, trabajar, ejercitarse, alimentarse y curarse; allí, en ese lugar
público, la mayoría coincide alrededor de una comida, el desayuno, una merienda
o el único alimento del día.
Faltaba poco más de una hora para el mediodía, mi
hija ansiosa veía el tobogán en la distancia, yo, en cambio, sorprendido estaba
por una feria móvil de alimentos que formaban al menos veinte impecables camiones
de comida alrededor de otra plaza vecina.
Caminamos hasta un banco vacío, cinco niños
jugaban sobre los desgastados aparatos del pequeño parque en el centro de la plazuela,
sus familiares descansaban, acompañándolos a la redonda; otros, ajenos
a los infantes como una señora con cara de María, permanecía sentada con su carga, un perolero. Ella miraba a la nada, degustaba
una de las naranjas que obtuvo de un saco propio, el cual reposaba sobre un carrito de
compras cargado con trastes.
Desde el medio de esta ágora en esta época, se observa una iglesia, una panadería, otra
plaza, una clínica y un kiosco, ubicándose todos alrededor, cubriendo los puntos
cardinales. En el sitio, los niños corretean entre risas ocultas bajo tapabocas.
Los adultos se protegen también con el bozal que amenaza permanecer como prenda
de vestir por más tiempo.
Más allá, cerca de la panadería donde algunos comensales degustan cachitos, pastelitos con malta o café; en unos aparatos metálicos amarillos, mujeres y hombres llegan graneados, turnándose para ejercitarse. Desde allí, con entusiasmo repiten sus rutinas buscando fortalecer el sistema inmune y evitar engrosar, la cifra de enfermos por coronavirus con un contagio más, colmando centros asistenciales públicos y privados, como el que divisan desde su lugar de entrenamiento.
Sentados dando la espalda a la clínica, está una
familia. La madre, el abuelo y el nieto, presumo. El niño es pequeño, lo
acompañan mientras sube los peldaños hasta el tobogán, desciende y al llegar al suelo, se arrastra
por la tierra. La mamá en el ínterin, desempaca varios potes plásticos y los pone a su lado.
Comodidad donde sea. 📷por @sapl42 |
María terminó de comer la naranja. Mudó sus
cachivaches a otro asiento cercano que está vació y con mejor sombra. Acomoda
todos sus artículos, asegura el saco con frutas a una mano de distancia,
pone su carrito de almohada, se acuesta y parece dormirse. Nada le molesta, ni
los niños jugando a escasos metros, ni siquiera uno que pasa muy cerca y con
frecuencia en bicicleta, los pájaros le arrullan.
Simultáneamente, en distintos puntos de esta plaza,
van apareciendo y pronto aglomerándose como abejas en panal, los repartidores de distintas aplicaciones de pedidos de comida a domicilio, que han minado la ciudad al ritmo que la divisa estadounidense se normaliza como principal método de pago. A la
espera de un llamado que les permita ganar entre uno y tres dólares, dependiendo
de la zona de entrega; estos mandaderos se distraen jugando cartas, otros
simplemente se recuestan, dejando los morrales de carga con forma cúbica, de colores: verdes, rojos y
naranjas sobre el piso.
Diversión asegurada. 📷 por @sapl42 |
El dependiente que vende los libros hasta por tres dólares, tarifa que varía según el acuerdo con el propietario del texto, a veces sirve de brújula ciudadana. Varias veces al día, desconocidos se detienen a preguntar por la calidad, precios y más de los servicios de salud, que ofrecen las damas salesianas en el sótano de la iglesia Don Bosco.
Por allá, en las gastronetas se empiezan a ver posibles comensales que merodean, guiados por los olores a puerco frito, pollo rostizado, carne a la parrilla, entre otras delicias de la comida callejera. Cada exhibición de la feria itinerante humea sobre las modernas pantallas luminosas donde se exhiben los menús. Raciones de churros a cinco dólares, hamburguesas, pepitos y shawarmas de al menos diez dólares son las módicas opciones.
Esperar, almorzar y descansar. 📷 @sapl42 |
Pocos repartidores han recibido pedidos. Esos que sí, guindan su morral en la espalda y se preparan para abordar sus motos, mirando el teléfono donde tienen la orden. Ahora que tengo hambre, intento convencer a mi hija de cambiar la libertad que da la naturaleza por las cuatro paredes del apartamento, allá se hará la comida para silenciar al estómago, quién ha estado haciendo llamados en crujidos.
Por Simón Peraza Lazarde
@sapl42
domingo, 28 de febrero de 2021
La distancia social termina en el avión
En enero de 2021, cuando autorizaron de nuevo los despegues de aeronaves, diez meses habían transcurrido desde la suspensión de vuelos comerciales entre ciudades venezolanas, decisión motivada por la COVID-19. Cuarentenas “radicales”, flexibles, subidas y bajadas de ánimo, acompañaron la medida de cierre total ordenada por quienes controlan el desorden nacional hasta tanto.
Casi un año estuvo restringida la movilización con algunas excepciones que requerían, salvoconductos, pruebas, esfuerzos o contactos para poder llegar hasta otra localidad, razones suficientes para preferir después de pensarlo tantas veces, no salir de Margarita, no viajar a Caracas aún, esperando que el virus con sus incógnitas, estuviese controlado o al menos se garantizaran medidas de bioseguridad.
En cada intento de viaje tenía presente a la Academia de Ciencias. Desde su primer informe sobre la pandemia en mayo 2020, —en el que decidí creer porque daban datos, razones y justificaciones que se extrañan de las instituciones en el país— expresaron preocupación por el virus y su posible comportamiento, fundado en las pocas cifras oficiales publicadas y la experiencia internacional. Se pronosticaban, mil casos diarios dentro de pocos meses.
El día antes de surcar el cielo desde Porlamar a Maiquetía, seis fueron las mascarillas que compré en total para mi hija y para mí. Sumé también dos potes con gel antibacterial al 70% de alcohol que no reseca la piel, se leía en la etiqueta del envase. Con eso, podría abordar sin problema, había leído durante el encierro que se requería para subir al avión, iba preparado.
Tras la imposibilidad viajar con los dos boletos con retorno, adquiridos con
La Venezolana por cuarenta verdes antes de la pandemia; empecé a hacer maromas
tecnológicas y económicas durante una de las primeras semanas decretadas flexibles.
Conseguí comprar con Estelar por los mismos cuarenta, pero ahora sería el precio por persona y solo
ida.
Hora de viajar, tenía los boletos y la tranquilidad que me había dado la campaña
de seguridad y distanciamiento social a ritmo de Jerusalema, que las
autoridades aeroportuarias junto a las líneas aéreas demostraron con coreografías en redes
sociales. Me calmaba también pensar, que algunos asientos estarían libres.
La impresora tuvo tinta, luego de múltiples improperios contra ella, por su
negativa a reproducir los tiquetes. Los imprimí previendo alguna controversia previa al embarque del día
siguiente.
En letras pequeñas, allí donde nadie lee, como en los contratos de uso de aplicaciones para móviles, decía: “Los pasajeros deben estar en el aeropuerto con tres horas de anticipación”, una más de lo normal, no me pareció mal. La situación sanitaria extraordinaria lo requería, menos aglomeraciones, un protocolo riguroso, reflexioné.
Afuera del aeropuerto una cola nos esperaba, la despedida acostumbrada con mi madre justo antes de abordar no ocurrió, cambió por un breve abrazo y un beso con tapabocas. Allí nos quedamos mi hija y yo, en una línea con gente ansiosa, maletas apiladas a lo largo, escasa comunicación, más cubre bocas bien y mal puestos.
La señora de cabello
color tintes varios era una, llevaba la nariz al aire pero la barbilla protegida. Ella cargaba un poodle blanco en sus
brazos. La detallé porque mi hija preguntó dónde viajaría el perro, le dije: "con las maletas en su jaula".
Justo tres horas antes estábamos en esa cola para ingresar al aeropuerto, media
hora pasó para autorizar el ingreso, caminamos hasta el acceso donde nos
midieron la temperatura y nos impregnaron con gel las manos. El termómetro marcó
35 grados centígrados cuando lo pusieron en mi brazo, en el de mi hija también,
sonreí y me alegré. No teníamos fiebre, quizás otra cosa sí, esa temperatura no era normal.
No había mucha gente en las instalaciones, pocas tiendas abiertas y en el
baño presumo no había agua, la escasez ha sido regla por años allí. Por eso,
llevé a mi hija al baño en casa antes de salir y le administré la ingesta de
líquido durante el trayecto, que continuaba en el aeródromo Santiago Mariño que
sirve al estado Nueva Esparta.
Desde el mostrador de la aerolínea, la fila fue más larga, la misma gente de la entrada, ahora se separó un metro, era el espacio entre calcomanías
pegadas al piso, indicando donde pararse. Una chica alta con uniforme de la aerolínea, bañaba con alcohol las manos de los pasajeros, inferí con su mirada, único rasgo del rostro visible que era guapa. Mientras mi hija estrujaba sus manos con el líquido, un grupo detrás en la cola reía con entusiasmo, no logré entender el chiste.
No necesité los pasajes impresos, mi cédula y la partida de nacimiento de mi
hija fue suficiente. Indiqué que teníamos dos maletas de equipaje, una negra y
otra azul, cada una con un lazo naranja, ninguna superaba los veinte kilos, la noche
anterior había cargado con una mano una maleta y con la otra a mi hija, método a falta de un peso.
En la sala de espera las pocas personas que llegaban se iban sentando con
un asiento de por medio. Hice lo mismo y aproveché conectar mi teléfono al
único tomacorriente que funcionaba entre seis disponibles.
De regreso a mi lugar eran menos los espacios vacíos. El jocoso grupo de la
fila para obtener los tiquetes de abordaje siguió riendo, el chiste tenía
relación con los 35 grados centígrados que marcó a cada uno el termómetro.
Nadie en la sala de espera intercambiaba palabras, la separación se cumplía, el distanciamiento social era un éxito, cada persona con su smartphone estuvo en su mundo. Un hombre envió mensajes de textos desde un perolito, dos chicas con caminar de modelo se retrataron para Instagram, una señora tecleo informando su hora de llegada por Whatsapp y un niño batalló en un móvil algún juego contemporáneo.
Uso del móvil para el distanciamiento. 📷Por @sapl42 |
Al momento del embarque, caminamos con libertad hasta la escalera que permite entrar al avión. Sin la burbuja tecnológica creada por el teléfono y el
apuro que te empuja al abordar el avión, la cercanía entre personas y las voces
hombro a hombro acabaron con el silencio.
Permiso, cuidado, ponga su equipaje allí, mi asiento es el 8D. Póngase el
tapabocas dijo una tripulante de vuelo a la señora del poodle que respondió: "no lo uso porque estoy sofocada", así ganó otros minutos sin
usar la prenda.
Sentados, ajusté nuestros cinturones mientras cada hilera se iba llenando. Para
suerte nuestra quedaba un espacio libre
de los tres. Tomé el teléfono, decidí registrar visual y textualmente el bululú.
Una foto vertical junto con un texto que debí cambiar mientras lo escribía porque el asiento a mi izquierda se ocupó. Le
envié a mi madre lo siguiente:
“El avión va repleto y llevo a un gordo al lado que me quita medio puesto.
Parece un autobús. No hay posibilidades de estar distantes”.
En cincuenta minutos llegaríamos al destino, el piloto anunciaba la bitácora, la aeromoza informaba a los pasajeros el deber de apagar los aparatos electrónicos, el aire acondicionado empezaba a enfriar y un anciano dos filas delante de la nuestra, estornudaba la cantidad exacta de muchas veces, tantas como miradas cruzadas entre pasajeros preocupados.
Una dama y su marido en los asientos inmediatos al longevo aspersor de
fluidos, intentaban sin éxito, huir arrimándose hasta la ventana próxima,
entre tanto la mujer desesperada con una de sus manos bañaba y con la otra untaba a su esposo con el alcohol del spray.
“Papá el perro no va con las maletas, míralo”. Mi hija contenta se entretiene
viendo al poodle que viaja con su dueña. Me pregunté desde
cuándo viajaban los perros en cabina.
Las aeromozas no aparecieron más hasta el final del trayecto, no hubo refrigerios y el desembarque en el destino fue rápido. Por “medidas de seguridad” al bajar del avión y antes de retirar el equipaje, debimos esperar sentados por más de cuarenta minutos, en ese tiempo las maletas eran bañadas, ordenadas y dispuestas por el personal de la aerolínea para su recolección.
Durante el tiempo de espera para marcharnos cada quien con sus cachachás, olvidamos el virus y con teléfono en mano volvimos al distanciamiento.
Por Simón Peraza Lazarde
@sapl42
sábado, 2 de enero de 2021
Año nuevo
El nuevo año sí sirve. Sirve para seguir viviendo, empezando otra época con energía renovada y más ánimo. Esa celebración funciona desde hace añales así, las personas abren un ciclo tras cerrar otro. Justo con el cañonazo empiezan a vislumbrarse oportunidades para cumplir propósitos. La mente logra con ese ritual de pureza, resetear y dar un aire novedoso al portador, olvidando todo suceso y hecho negativo vivido.
El veinte veintiuno según los que saben y también los que aprendieron a surfear la ola veinte veinte, es decir, a caer y pararse, recibir un golpe y esperar que el otro sea menos fuerte, será una invitación de asistencia obligatoria a continuar el difícil rumbo impuesto desde antes, en el dos mil diecinueve y que dejó más de 80 millones de enfermos por coronavirus y casi dos millones de muertes globales, cifra oficializada en las estadísticas de Google al cierre del recién finalizado calendario.
Foto de Waldemar Brandt |
Vaya usted a saber quiénes decidieron que un laboratorio chino esparciera un virus de muerte, lo que sí sabemos es que en ese mismo país asiático, el murciélago grande de herradura china (Rhinolophus ferrumequinum) y otros pequeños mamíferos como: las civetas (Paguma larvata) y perros mapaches (Nyctereutes procynoides), todos fuentes del mismísimo virus, son parte de la dieta de un porcentaje considerable de la población que acude a mercados de animales vivos, para satisfacer hambre y extraños gustos. Corresponde entonces seguir lidiando con eso y más, la distancia social, las vacunas de distintas procedencias, unas con más y otras con menos porcentaje de efectividad; y una nueva cepa del virus que obtuvo ciudadanía británica.
Sin importar las cargas que deja el año viejo, los que superaron el reto 2020, pudieron resetear la testa y para este nuevo circuito de 365 días, han iniciado según las costumbres nacionales, sin alterar el tradicional feliz año a todo el que se atraviesa hasta finales de enero y más allá, esta vez en modo cuarentena, cumpliendo con la normativa sanitaria, sin abrazos ni besos, resaltando el sentido común. Ante todo, de lejitos.
Así hemos hecho el primero de enero en nuestra comunidad, lejos aún de mercados con animales exóticos. Aquí hemos aprovechado el primer corte de luz 2021, cargados con la buena y poderosa energía, para darnos el feliz año mientras nos preguntamos, si aquella cesta navideña que recaudamos a solicitud del personal de la estatal eléctrica del turno del 29 de diciembre, entregada luego de esa jornada de 9 horas sin servicio, será recordada aún y vendrán nuevamente -con su premura característica- pero sin cargo adicional, en esa sonora camioneta Toyota Land Cruiser de color marrón con cauchos lisos que sigue rodando, para reconectar el servicio una vez más y seguir con este año nuevo que se parece tanto al anterior.