En enero de 2021, cuando autorizaron de nuevo los despegues de aeronaves, diez meses habían transcurrido desde la suspensión de vuelos comerciales entre ciudades venezolanas, decisión motivada por la COVID-19. Cuarentenas “radicales”, flexibles, subidas y bajadas de ánimo, acompañaron la medida de cierre total ordenada por quienes controlan el desorden nacional hasta tanto.
Casi un año estuvo restringida la movilización con algunas excepciones que requerían, salvoconductos, pruebas, esfuerzos o contactos para poder llegar hasta otra localidad, razones suficientes para preferir después de pensarlo tantas veces, no salir de Margarita, no viajar a Caracas aún, esperando que el virus con sus incógnitas, estuviese controlado o al menos se garantizaran medidas de bioseguridad.
En cada intento de viaje tenía presente a la Academia de Ciencias. Desde su primer informe sobre la pandemia en mayo 2020, —en el que decidí creer porque daban datos, razones y justificaciones que se extrañan de las instituciones en el país— expresaron preocupación por el virus y su posible comportamiento, fundado en las pocas cifras oficiales publicadas y la experiencia internacional. Se pronosticaban, mil casos diarios dentro de pocos meses.
El día antes de surcar el cielo desde Porlamar a Maiquetía, seis fueron las mascarillas que compré en total para mi hija y para mí. Sumé también dos potes con gel antibacterial al 70% de alcohol que no reseca la piel, se leía en la etiqueta del envase. Con eso, podría abordar sin problema, había leído durante el encierro que se requería para subir al avión, iba preparado.
Tras la imposibilidad viajar con los dos boletos con retorno, adquiridos con
La Venezolana por cuarenta verdes antes de la pandemia; empecé a hacer maromas
tecnológicas y económicas durante una de las primeras semanas decretadas flexibles.
Conseguí comprar con Estelar por los mismos cuarenta, pero ahora sería el precio por persona y solo
ida.
Hora de viajar, tenía los boletos y la tranquilidad que me había dado la campaña
de seguridad y distanciamiento social a ritmo de Jerusalema, que las
autoridades aeroportuarias junto a las líneas aéreas demostraron con coreografías en redes
sociales. Me calmaba también pensar, que algunos asientos estarían libres.
La impresora tuvo tinta, luego de múltiples improperios contra ella, por su
negativa a reproducir los tiquetes. Los imprimí previendo alguna controversia previa al embarque del día
siguiente.
En letras pequeñas, allí donde nadie lee, como en los contratos de uso de aplicaciones para móviles, decía: “Los pasajeros deben estar en el aeropuerto con tres horas de anticipación”, una más de lo normal, no me pareció mal. La situación sanitaria extraordinaria lo requería, menos aglomeraciones, un protocolo riguroso, reflexioné.
Afuera del aeropuerto una cola nos esperaba, la despedida acostumbrada con mi madre justo antes de abordar no ocurrió, cambió por un breve abrazo y un beso con tapabocas. Allí nos quedamos mi hija y yo, en una línea con gente ansiosa, maletas apiladas a lo largo, escasa comunicación, más cubre bocas bien y mal puestos.
La señora de cabello
color tintes varios era una, llevaba la nariz al aire pero la barbilla protegida. Ella cargaba un poodle blanco en sus
brazos. La detallé porque mi hija preguntó dónde viajaría el perro, le dije: "con las maletas en su jaula".
Justo tres horas antes estábamos en esa cola para ingresar al aeropuerto, media
hora pasó para autorizar el ingreso, caminamos hasta el acceso donde nos
midieron la temperatura y nos impregnaron con gel las manos. El termómetro marcó
35 grados centígrados cuando lo pusieron en mi brazo, en el de mi hija también,
sonreí y me alegré. No teníamos fiebre, quizás otra cosa sí, esa temperatura no era normal.
No había mucha gente en las instalaciones, pocas tiendas abiertas y en el
baño presumo no había agua, la escasez ha sido regla por años allí. Por eso,
llevé a mi hija al baño en casa antes de salir y le administré la ingesta de
líquido durante el trayecto, que continuaba en el aeródromo Santiago Mariño que
sirve al estado Nueva Esparta.
Desde el mostrador de la aerolínea, la fila fue más larga, la misma gente de la entrada, ahora se separó un metro, era el espacio entre calcomanías
pegadas al piso, indicando donde pararse. Una chica alta con uniforme de la aerolínea, bañaba con alcohol las manos de los pasajeros, inferí con su mirada, único rasgo del rostro visible que era guapa. Mientras mi hija estrujaba sus manos con el líquido, un grupo detrás en la cola reía con entusiasmo, no logré entender el chiste.
No necesité los pasajes impresos, mi cédula y la partida de nacimiento de mi
hija fue suficiente. Indiqué que teníamos dos maletas de equipaje, una negra y
otra azul, cada una con un lazo naranja, ninguna superaba los veinte kilos, la noche
anterior había cargado con una mano una maleta y con la otra a mi hija, método a falta de un peso.
En la sala de espera las pocas personas que llegaban se iban sentando con
un asiento de por medio. Hice lo mismo y aproveché conectar mi teléfono al
único tomacorriente que funcionaba entre seis disponibles.
De regreso a mi lugar eran menos los espacios vacíos. El jocoso grupo de la
fila para obtener los tiquetes de abordaje siguió riendo, el chiste tenía
relación con los 35 grados centígrados que marcó a cada uno el termómetro.
Nadie en la sala de espera intercambiaba palabras, la separación se cumplía, el distanciamiento social era un éxito, cada persona con su smartphone estuvo en su mundo. Un hombre envió mensajes de textos desde un perolito, dos chicas con caminar de modelo se retrataron para Instagram, una señora tecleo informando su hora de llegada por Whatsapp y un niño batalló en un móvil algún juego contemporáneo.
Uso del móvil para el distanciamiento. 📷Por @sapl42 |
Al momento del embarque, caminamos con libertad hasta la escalera que permite entrar al avión. Sin la burbuja tecnológica creada por el teléfono y el
apuro que te empuja al abordar el avión, la cercanía entre personas y las voces
hombro a hombro acabaron con el silencio.
Permiso, cuidado, ponga su equipaje allí, mi asiento es el 8D. Póngase el
tapabocas dijo una tripulante de vuelo a la señora del poodle que respondió: "no lo uso porque estoy sofocada", así ganó otros minutos sin
usar la prenda.
Sentados, ajusté nuestros cinturones mientras cada hilera se iba llenando. Para
suerte nuestra quedaba un espacio libre
de los tres. Tomé el teléfono, decidí registrar visual y textualmente el bululú.
Una foto vertical junto con un texto que debí cambiar mientras lo escribía porque el asiento a mi izquierda se ocupó. Le
envié a mi madre lo siguiente:
“El avión va repleto y llevo a un gordo al lado que me quita medio puesto.
Parece un autobús. No hay posibilidades de estar distantes”.
En cincuenta minutos llegaríamos al destino, el piloto anunciaba la bitácora, la aeromoza informaba a los pasajeros el deber de apagar los aparatos electrónicos, el aire acondicionado empezaba a enfriar y un anciano dos filas delante de la nuestra, estornudaba la cantidad exacta de muchas veces, tantas como miradas cruzadas entre pasajeros preocupados.
Una dama y su marido en los asientos inmediatos al longevo aspersor de
fluidos, intentaban sin éxito, huir arrimándose hasta la ventana próxima,
entre tanto la mujer desesperada con una de sus manos bañaba y con la otra untaba a su esposo con el alcohol del spray.
“Papá el perro no va con las maletas, míralo”. Mi hija contenta se entretiene
viendo al poodle que viaja con su dueña. Me pregunté desde
cuándo viajaban los perros en cabina.
Las aeromozas no aparecieron más hasta el final del trayecto, no hubo refrigerios y el desembarque en el destino fue rápido. Por “medidas de seguridad” al bajar del avión y antes de retirar el equipaje, debimos esperar sentados por más de cuarenta minutos, en ese tiempo las maletas eran bañadas, ordenadas y dispuestas por el personal de la aerolínea para su recolección.
Durante el tiempo de espera para marcharnos cada quien con sus cachachás, olvidamos el virus y con teléfono en mano volvimos al distanciamiento.
Por Simón Peraza Lazarde
@sapl42