Desde el instante siguiente al ataque las
redes comenzaron a llenarse de opiniones de personas que resultaron ser
expertas en el Islam —aunque confundieran árabe con musulmán; pequeños detalles sin importancia—, en libertad de expresión, en geopolítica en general y en la historia de la Charlie Hebdo
en particular. Y así, junto a la farsa habitual y esperable —medios que
llevan años secuestrados por intereses políticos y económicos diciendo
que ellos también son Charlie, el gobierno de Rajoy
haciéndose cruces mientras aprueba la Ley Mordaza— he asistido con pena
y rabia a un desfile de opiniones lanzadas desde la izquierda, o desde
cierta izquierda, o desde ciertas personas de izquierda.
Pienso que hay, en ciertas personas, una necesidad de disentir casi patológica, de ir más allá de la mayoría, incluso de los de su cuerda,
de ver lo que nadie ve, de querer ser más papista que el papa: de ser
más izquierda que nadie. Normalmente esto conlleva una seriedad
exagerada, un ansia de trascendencia que deviene en una superioridad
moral tan dañina como la de la derecha más tradicional. Desde arriba,
nos juzgan y señalan nuestros pecados. Y se pasan, claro. Creo de veras
que cierta izquierda, en esa especie de carrera por ver quién es más
abierto, tolerante y respetuoso, han acabado dando la vuelta completa y
cayendo en cierto tipo de conservadurismo. Es lo que ha sucedido estos
días en torno a Charlie Hebdo.
Obviamente muchas de esas personas ni
siquiera conocían la revista previamente. A partir de cuatro portadas
que satirizaban el Islam se han formado una rápida opinión para
desmarcarse de la corriente y descubrirnos que ahora lo verdaderamente
de izquierdas es censurar y poner límites, porque, claro, Charlie Hebdo
es una revista islamófoba. Porque satiriza el Islam. Da lo mismo que
durante sus cinco décadas de historia hayan disparado a todo y a todos,
da lo mismo que tengan multitud de portadas y chistes donde arremeten
contra otras religiones, incluyendo la católica. Da lo mismo que hayan
cargado abiertamente contra la derecha y contra las políticas xenófobas
de la misma, da igual que varios de los dibujantes sean de origen árabe.
Han visto una imagen en la que han detenido la mirada tres segundos y
eso es suficiente para sentar cátedra.
Criticar el Islam es racista y xenófobo,
dicen. Es una falta de respeto innecesaria a las creencias de unas
personas. Ok. Supongo entonces que toda esa gente se sentirá fatal
cuando Mongolia ridiculiza las creencias de los católicos
españoles. Pero no, por supuesto. A esas personas de izquierda les
parece bien eso, les parece bien la crítica sin límites a nuestras
tradiciones, entienden que eso es progresista, y de hecho ponen el grito
en el cielo con cada condena de nuestra deficiente legislación a un
humorista. Porque, dicen, la libertad de expresión es sagrada. Cómo ha
cambiado el cuento en tres días. De repente, las mismas personas que
seguramente compartirían entusiasmados viñetas de El Papus de
los años setenta cargando contra la Iglesia, los mismos que quizás sin
saber su procedencia hayan aplaudido antes alguna portada de Charlie Hebdo crítica con Franco— por ejemplo—, nos dicen que libertad de expresión sí PERO.
Nos estamos equivocando terriblemente. En
serio. Si ése va a ser el discurso, si la izquierda va a ser así,
perdón pero yo me bajo. Esto no es ser de izquierdas, o al menos no es
la idea que yo tengo de ser de izquierdas. Primero: la oración «Estoy a
favor de la libertad de expresión» debe ser simple y terminar con un
punto. No admite matices. Si los tiene, entonces ya no es libertad. Si
consideras que una cosa es la libertad de expresión y otra faltar al
respeto, entonces no has entendido absolutamente nada. La libertad de
expresión incluye la posibilidad de faltar al respeto. Porque si tenemos
que respetar las creencias, entonces tenemos que respetarlas todas;
incluso las absurdas o las que sólo sostiene una persona. Lo cual
equivale a decir que no podemos reírnos de nada. Pero si la cuestión es
que alguien considera que no puede satirizarse una religión porque es la
que profesa un pueblo oprimido, entonces vamos todavía peor.
Primero, por el paternalismo etnocentrista de quien está intentando ser
más tolerante y multicultural que nadie. Y segundo, porque precisamente
es la versión dura de esa religión la que está oprimiendo a millones de
árabes. Musulmanes o no, religiosos o no. Estáis errando el tiro: no es
con el radicalismo y el fanatismo con el que debéis ser tolerantes. No
son «sus costumbres»; es un sistema de control totalitario y asfixiante
que está matando, sobre todo, árabes. Que oprime a las mujeres, que
castiga la disidencia, que tortura. Que hace todo lo que aquí hemos
luchado, desde la izquierda, por erradicar. Y ahora, por no querer pecar
de lo que con acierto denunciáis en la derecha, por no dar pie a que
nadie dude de vuestro respeto a otras culturas, estáis comulgando con
ruedas de molino. Ruedas de molino peligrosas, además. Y se cae en una
esquizofrenia cultural llamativa: se defiende el velo porque las monjas
también llevan la cabeza cubierta y al mismo tiempo se critica la
iglesia católica por relegar a las mujeres a ese rol. Se exige el
laicismo para nosotros pero se respeta el integrismo para ellos. Sólo que ya no hay un nosotros separado de un ellos. No me extiendo aquí porque me faltan conocimientos y porque precisamente ayer leí, vía Pepo Pérez, este artículo de Ilya U. Topper al que os remito, porque creo que expone la cuestión con claridad cristalina.
No es una cuestión cultural. Se trata de
opresión y tiranía. Y, creedme, a nadie le gusta ser oprimido. Pensaba
que eso sí lo teníamos claro. Si ante la prohibición de dibujar a Mahoma
la respuesta es no dibujarlo, entonces han ganado los opresores. «¿Por
qué molestar?», se preguntan algunos; «De acuerdo, a favor al cien por
cien con la libertad de sátira de Charlie Hebdo, pero si sabían
lo que podía pasar, para qué arriesgarse?». El argumento del miedo me
apena más incluso que el anterior, que más bien me cabreaba. «¿Qué
necesidad hay de provocar? Hombre… seamos juiciosos». Tanto darle
vueltas a los límites del humor y de la libertad de expresión para
llegar a la conclusión de que el límite está en las pistolas. Así de
triste. Di lo que quieras pero si te pueden pegar un tiro, cállate. Esto
no me lo estoy inventando, ni estoy haciendo parodia: son comentarios
que se escuchan y leen en estos días, dichos por gente supuestamente
tolerante y abierta. «Se lo han buscado», «Ya sabían el riesgo que
corrían». El argumento de ser tolerante con la intolerancia porque las
consecuencias pueden ser sangrientas es, lo voy a decir claro,
aterrador. Supone una derrota absoluta, en mi opinión, de unos valores y
una ideología que debería buscar todo lo contrario: la valentía, el
arrojo, la lucha por lo que se cree. Si nos metemos con unos porque no
nos ponen bombas pero con los que sí lo hacen nos callamos, hemos
perdido. Y ellos han ganado. Es un argumento que, tristemente, he tenido
que ver cómo sostiene alguien por lo general tan lúcido como Joe Sacco,
que para mi sorpresa toma la parte por el todo y se cuestiona si no
tendríamos que respetar la exigencia de unos fanáticos para no molestar a
millones de personas.
Pero, ¿sabéis? Quizás la pregunta sea lícita. Hablamos de vidas, es cierto. Hemos vivido días terribles. Charb, Cabu, Honoré, Tignous y Wolinski
han muerto por dibujar. Otras doce personas ha sido igualmente
asesinadas, supongo que, según los que intentan justificar en alguna
medida lo que ha sucedido, por pasar por allí. Los cinco dibujantes
habían «provocado»; ¿qué había hecho el resto, según los que argumentan
con esos PEROS? Da igual, no quiero entrar en eso. Quiero hacerme
preguntas. ¿Por qué se arriesgaron? Es cierto.
¿Por qué se arriesgaron a dibujar a Mahoma si sabían que los podían matar?
¿Por qué El Papus se reía de la ultraderecha si sabían que les podían poner una bomba?
¿Por qué negarse a pagar el impuesto revolucionario a ETA si sabes que te pueden pegar un tiro?
¿Por qué exigir democracia si te pueden torturar en una comisaría?
«Por qué los negros pedían derechos si sabían que el Ku Klux Klan acechaba?
¿Por qué no se quedaron en su casa Martin Luther King, Nelson Mandela o Malala Yousafzai?
¿Por qué hablar, por qué arriesgarse?
La respuesta es sencilla: porque nadie más lo hacía.
Mientras los demás sucumbían al miedo o eran víctimas de su propia confusión, los autores de Charlie Hebdo
no cedieron. No se dejaron silenciar por la violencia, no rebajaron ni
un ápice su sátira feroz contra quienes pretenden oprimir y recortar la
libertad. No dejaron nunca de ser dignos de una tradición satírica
profundamente francesa, que hunde sus raíces en el siglo XIX, en las
figuras de autores como Honoré Daumier: tal vez él también debería haberse abstenido de caricaturizar el rey, y se habría ahorrado la cárcel.
El humor es libertad absoluta. El humor
ofende, por supuesto que ofende. Para eso está. Para señalar al
poderoso, para denunciar la injusticia, para gritar allí donde los demás
callan. Para jugársela, por todos nosotros. También por los que tuercen
el gesto, también por los que opinan que va «demasiado lejos». Ahora
todos son Charlie Hebdo. Pero no es cierto. La mayoría callamos
mientras ellos se la jugaban, mientras se ponían conscientemente en el
punto de mira porque lo contrario era la derrota que, tal vez, estemos
viviendo estos días. Hago mías las lúcidas palabras de Isaac Rosa en el homenaje de Orgulo y satisfacción:
«“Yo soy Charlie”, repetimos todos estos días. Pero qué va. Charlie
eran solo unos pocos, los que se jugaron la vida». Así es. No soy
Charlie, no me atrevería a decir que lo soy, porque no tuve el valor de
hacer lo que ellos hicieron. Ahora, lamentablemente, tenemos que asistir
al juicio desinformado a su labor por parte de quienes se dicen
defensores de la libertad. Y tenemos que ver cómo una ultraderecha a la
que siempre atacaron capitaliza su tragedia, y cómo gentes que querrían
prohibir la sátira contra sus creencias proclaman la libertad de
expresión para criticar las de enfrente.
No hay que estigmatizar a quien elige no
jugársela. Pero tampoco podemos criminalizar a quien sí tiene el valor
para ello, porque es perverso. Y quiero decir para terminar que estoy
lleno de dudas. Cada vez más. Y que por eso me asombra que muchos tengan
perfectamente claro y ordenado el mundo en su cabeza y puedan juzgar
con tanta alegría unos hechos y a unas personas desde el minuto uno. Me
maravilla tanta certeza en un mundo tan complejo; ojalá yo tuviera tanta
seguridad ideológica, ahorra muchos disgustos. Pero sí creo tener algo
claro: como sociedad no podemos ceder. Si lo hacemos, si dejamos de
hacer humor no ya para no herir susceptibilidades, sino para que no nos
vuelen la cabeza, esto no terminará nunca. Será la mayor victoria del
terror, y el mayor fracaso de todos los que queremos libertad, de
cualquier parte del mundo. Y será el peor favor que hacerles a los
millones de árabes que son las primeras víctimas del fanatismo, por
añadidura. Pero no puedo ser optimista. No con lo que estoy
presenciando. La corrección política es peligrosísima; no sabéis cuánto.
Deviene en un nuevo conservadurismo que rápidamente se volverá en
nuestra contra. Ya lo está haciendo.
Charlie Hebdo: gracias. Lo siento. No os merecéis las balas; tampoco os merecéis tanto PERO.